Romance de la muerte de Juan Galo de Lavalle
Romance de la muerte de Juan Galo de Lavalle
La historia del General Juan Galo de Lavalle es una de las crónicas más brillantes y a la vez más trágicas de nuestra historia.
Alto, rubio, de ojos celestes y sonrisa irresistible, Lavalle fue uno de los oficiales preferidos de San Martín; a su lado hizo las campañas de Chile y Perú y, posteriormente, continuó sirviendo con Bolívar hasta que la obra de la emancipación americana concluyó en Junín, batalla donde Lavalle cumplió un arrojado papel.
Posteriormente pasó a revistar en el ejército que fue a la Banda Oriental para luchar contra el Imperio del Brasil.
En el campo de Ituzaingó, el Coronel Lavalle decidió con una de sus célebres cargas la suerte de la lucha.
En virtud de su actuación en ese combate fue ascendido a General sobre el campo de batalla.
Su trágica historia
Era el General más joven del Ejército Argentino. Parecía que la fortuna había adoptado a este General bizarro, por el cual las muchachas porteñas suspiraban.
Al regresar de la campaña contra el Brasil, (Diciembre de 1827), era Lavalle el jefe más prestigioso del Ejército.
Regresado a Buenos Aires, oscuros intereses e intrigas consiguieron hacer de este afortunado militar un instrumento ciego de sus designios: como otras tantas veces en nuestra historia, un militar patriota e ingenuo se convirtió en inconsciente servidor de fuerzas ocultas.
Y Lavalle derroca al Gobernador de Buenos Aires, lo persigue, disuelve sus fuerzas, lo toma prisionero y sin juicio de ninguna clase ordena fusilarlo.
La muerte de Dorrego marca entonces la declinación de la estrella que hasta entonces había acompañado a Lavalle.
Después de un año de intrigas políticas debe abandonar el país, desengañado y derrotado.
Permanece en Uruguay durante casi diez años, en la mayor pobreza.
En 1840 todas las fuerzas opositoras a Rosas lo convocan para que presida un esfuerzo conjunto contra el Restaurador de las Leyes.
Lavalle es el General en Jefe del Ejército Libertador. ¿Habrá vuelto a lucir su estrella?
Toda la juventud argentina emigrada, los viejos unitarios, el poder de Francia, (que en ese momento interviene en nuestros problemas internos), apoyan la espada de Lavalle.
El retorno
El antiguo oficial de San Martín, al frente de un poderoso ejército, desembarca en las costas de la Provincia de Buenos Aires y avanza sobre la Capital.
Por un momento parece que su triunfo militar es incontestable. Pero, de súbito, cuando ya se ven a lo lejos las torres y campanarios de Buenos Aires, Lavalle ordena la retirada.
Y la orden es impartida justamente en el lugar donde, más de diez años atrás, había mandado fusilar a Dorrego…
Una extraña atonía se apodera del General. Viste con descuido, no vigila la disciplina de sus tropas.
Alejándose de Buenos Aires, (mientras sus aliados dentro de la ciudad se sumen en la desesperanza).
Lavalle sube a Santa Fe, pierde su caballada en un campo de pastos envenenados, asiste a la deserción creciente de su ejército.
La mala estrella no lo abandona: pierde batalla tras batalla, a pesar del valor que despliega.
Empieza una trágica peregrinación que dura casi un año.
Rumbo al Norte
Hacia el Norte, siempre hacia el Norte, perdiendo jirones de ejército, envejeciendo día a día, absorto en sus pensamientos, Lavalle sigue andando.
El mozo bizarro que supo contestar altivamente a Bolívar, el brillante oficial por el que suspiraban las muchachas porteñas es ahora un hombre de 45 años prematuramente encanecido, arrugado, desdentado.
Sólo el amor de una mujer, (una niña salteña, Damasita Boero), acompaña las últimas jornadas del General.
Al llegar a Jujuy comprende que los últimos aliados con que contaba, lo han abandonado.
Y esa misma noche, una partida federal hace unos disparos casuales sobre la casa donde se aloja Lavalle y lo mata instantáneamente.
Pero no termina aquí la odisea del General Unitario. Sus fieles no quieren abandonar su cadáver.
Recogen sus restos, lo envuelven en una bandera y lo llevan por la Quebrada de Humahuaca, para poner a salvo esa carne que ya se descompone de la avilantez de sus enemigos…
Y son sus fieles los que deben descarnar el cadáver, guardar en una vasija su corazón y llevar sus huesos a un sepulcro seguro.
Esa marcha de un puñado de argentinos, derrotados, encarando la muerte a cada momento, haciendo su última marcha para salvar de la vejación a un muerto, es la última página de la vida épica de Lavalle.
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El Fantasma de Lavalle
En este contrapunto de música y palabras resurge nítido y ensangrentado el fantasma de Lavalle; el trágico espectro de un patriota, (“Todo corazón, Nada de cabeza”), que si mucho se equivocó, también pagó con creces sus errores.
Lo dice una de las canciones de Sábato y Falú en aire de cielito pampeano:
Cielito y cielo enlutado
por la muerte de Dorrego.
Canten guitarras la pena
por un destino tan ciego.
El paso más doloroso
que traspasó el corazón
fue ver hincado a Dorrego
pidiéndole a Dios perdón.
La tropa que iba a tirar
y ejecutar lo mandado,
todos a un tiempo lloraron
sin poderlo remediar.
Cielito y cielo enlutado
por el crimen de Lavalle.
¡Que Dios castigue su suerte
dondequiera que lo halle!
¡Terribles palabras con sabor a pueblo! Y la maldición se va cumpliendo inexorablemente. En tiempo de chacarera se cuenta más adelante:
Lavalle al Norte cabalga,
la niña junto con él,
con ellos los caballeros
de aquella triste legión
“Poncho celeste, pena en el alma”.
La niña de Salta llora
con su mano se santigua,
Dios y la Virgen María
guarden al hombre que ama
“Poncho celeste, pena en el alma”.
Todavía una vidalita, (en la voz de Mercedes Sosa), debe avisar del infortunio:
Palomita blanca, vidalita,
que cruzas el valle
ve a decir a todos, vidalita
que ha muerto Lavalle.
Transitando el tramo final
Y después de una larga marcha por la Quebrada, cuando el corazón de Lavalle es entregado al Sargento Aparicio Sosa, el viejo asistente que el General Unitario llevara junto a su gloria desde las campañas de Chile y Perú; cuando ese humilde soldado, probablemente un moreno sin otra fidelidad que la de su jefe, recibe la entraña amojamada de su querido jefe, entonces el alma de Lavalle canta una suave tonada:
Mi buen Aparicio Sosa,
el del coraje callado;
yo sólo puedo dejarte
mi corazón destrozado.
Ya casi nada comprendo,
mi alma está oscurecida:
comprendo sólo una cosa,
mi corazón es la Patria.
En tus manos lo confío,
mi suerte ha sido funesta.
Bien ves, Aparicio Sosa,
otra cosa no me resta.
El corazón del Caudillo Unitario ha quedado en las manos fieles del Sargento Sosa. Es como decir, en las manos del pueblo.
Y la triste caravana sigue hacia Bolivia, para terminar su peregrinación.
Y en ese momento, en los finales de la obra, la guitarra de Eduardo Falú se atreve a hacer algo increíble: rasguea unos compases del Himno Nacional, la canción patria que todos tendrían en el corazón al pasar la frontera y dejar atrás la Patria…
Así, en ese tono, con esta dimensión, se desenvuelve “Elegía por la muerte de un guerrero”.
Una obra hecha con respeto y con maestría para evocar uno de los episodios de nuestra historia que estaban pidiendo voces, palabras, notas.
Es bueno para nuestro folklore que haya caído este tema en las manos mágicas de Eduardo Falú y en la imaginación brillante de Ernesto Sábato.
El fantasma de Lavalle no podía ser evocado por otros.
Con información de Félix Luna
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