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Facturas:la receta solidaria de María Albina Alcaraz

Facturas merienda colonial

A escasos metros del Obelisco, sobre la actual avenida Diagonal Norte Roque Sáenz Peña, se encontraba la iglesia de San Nicolás de Bari, escenario de dos muertes que causaron revuelo.

La primera, de su constructor, Domingo de Acassuso (además, fundador de San Isidro), y luego, del sacerdote de la Primera Junta, Manuel Alberti.

El capitán Acassuso se cayó de los andamios cuando revisaba la marcha de la obra.

El cura de la Revolución de 1810 murió en su claustro, adonde había sido llevado por haber sufrido un paro cardíaco mientras caminaba por la actual Plaza de Mayo rumbo a la iglesia, luego de haber discutido con el deán Gregorio Funes.

Hecho este corto homenaje, nos quedaremos en San Nicolás, pero trasladándonos en el tiempo hasta el 14 de septiembre de 1838.

Ese día (por la mañana o por la tarde, pero siempre de día) contrajeron matrimonio los primos Juan de Dios Castex Alcaraz y María Albina Alcaraz.

Debido a las penurias del exilio, la pareja, que tuvo tres niños, debía buscar todo tipo de sustento.

Nace el negocio de las facturas

Fue entonces cuando Albina se dedicó a vender bollos (nosotros los llamamos facturas) que cautivaban por ser dulces y, sobre todo, blandos y esponjosos.

Bollos podía hacer cualquiera, pero la señora de Castex parecía tener un talento especial, además de una receta poco difundida.

Su éxito fue tal, que con la venta de bollos logró resolver holgadamente los problemas económicos de la familia.

Decidió, entonces, compartir el secreto de las facturas caseras con una amiga que padecía problemas económicos: Carlota Saraza, casada con el español Julián Murga.

Si bien Carlota era muy amiga de Agustina Ortiz de Rozas (hermana menor de Juan Manuel de Rosas, casada con Lucio N. Mansilla, héroe de la Vuelta de Obligado), su hijo, aún adolescente, se alistó en las filas del unitario José María Paz.

Su marido, en cambio, fue atacado por la fiebre que contagió a muchos: la fiebre del oro.

En marzo de 1848 se encontró oro en California y muchos unitarios, entre ellos Julián Murga, partieron de inmediato al tan lejano oeste para hacerse ricos.

Murga murió en el intento, sin que pudiera establecerse con exactitud en qué circunstancias perdió la vida.

Sí sabemos que no encontró la riqueza que fue a buscar y la viuda Carlota Saraza de Murga se vio en la necesidad de hallar un nuevo marido o una forma de sustento.

Seleccionó la opción B, gracias a que Albina Castex le pasó la receta de los bollos, que, entre otras cosas, llevaba anís.

Esta fórmula le dio satisfacciones, no solo entre los chicos y jóvenes, sino también con los mayores, y por un motivo esencial.

Las dentaduras de aquellos tiempos iban deteriorándose por la falta de cuidado y, a cierta edad, uno prefería masticar alimentos blandos.

Las facturas de Albina y Carlota contaban con esa ventaja, además de ser muy ricas. Eran ideales para acompañar el mate o el café con leche de la tarde.

Los apremios de Carlota Saraza desaparecieron y fue el turno de que la receta y también la clientela pasaran a nuevas manos.

Llega el turno de Josefa Tarragona

La depositaria del secreto fue Josefa Tarragona.

Su padre (se llamó Juan Francisco) había gobernado Santa Fe durante algunos meses, entre 1815 y 1816, hasta que fue depuesto.

Durante la estadía de los Tarragona en Buenos Aires, en 1828, su hija Josefa se casó (en la histórica San Nicolás de Bari) con Luciano Paz.

Pero pronto llegaron otras desgracias. Un hermano de Josefa fue fusilado por federales en 1831. Dieron su cuerpo de comer a los perros.

En 1835, fue el turno del amado Luciano Paz, con apenas 35 años. Josefa partió al exilio en Montevideo con su pequeño hijo.

Luego de Caseros, de regreso a Buenos Aires, recibió el legado de los bollos, que ayudaron a enderezar su economía.

Hasta ese entonces, el manjar circuló entre una selecta clientela, ya que nunca se había vendido en la calle.

Entra en juego el Negro Pancho

Pero un tiempo después, en plena década de 1860, un tal Pancho, peón vasco que había trabajado para la viuda de Paz y que había colaborado en la confección, decidió dedicarse a la venta de masas.

Como todos los cuentapropistas recién iniciados en el rubro de los alimentos, el vasco se ubicó en un zaguán con una banqueta y lanzó al mercado este producto que él bautizó “bollitos de Tarragona”.

El éxito fue inmediato.

A Pancho se le fue de las manos porque comenzaron a circular vendedores ambulantes vestidos de blanco y en mangas de camisa, a la usanza vasca, que cargaban un enorme canasto en la cabeza, al grito de “¡Bollitos de Tarragona!”.

Las panaderías también copiaron el manjar. Y el nombre, creyendo que se trataba de una preparación a la usanza de la provincia de Tarragona, en España.

Que su apellido se vinculara de esta manera con los bollos no fue bien visto por la señora Tarragona.

Decidida a poner punto final al asunto, escribió un memorial al jefe de policía reclamando que se prohibiera a los panaderos que hicieran un uso comercial de su nombre.

Le comunicaron que ese asunto no era de competencia policial, pero eso no la desanimó.

Acudió a la Municipalidad con la misma queja. Tampoco encontró eco suficiente.

Varias décadas después de la muerte de Josefa, las facturas más populares de Buenos Aires seguían llevando su nombre, aun cuando ya se habían sumado las croissants o medialunas.

Para Adolfo Bioy Casares, nacido en 1914, eran un grato recuerdo de su infancia.

En aquellos años, ya funcionaba como marca registrada por la confitería Siena, que estaba en Corrientes y Callao.

Aunque para ese tiempo habían dejado de ser caseros. Incluso, la propia masa de los bollitos tenía la marca impresa.

Eran los de Tarragona, que habían sido de Murga y, antes que nadie, de Castex.

Esa docena de facturas que tantas veces usted transportó como un tesoro preciado tiene su antecedente en los bollos que vendían estas mujeres y el peón vasco.

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